Viernes
Ese viernes había transcurrido con desesperante lentitud
para ella, fueron largas horas las que sin remedio tuvo que esperar la tan
ansiada noche. Cuando por fin llegó, lo
primero que hizo fue dejar los tacones a un lado. De inmediato sus pies se deleitaron con el
frío piso que durante unos segundos regaló a sus pies descalzos tumbada en el
diván del acogedor consultorio. Caminó sin prisas por su espacio, se sirvió una
copa de vino blanco, un poco de incienso no venía nada mal y para completar su
noche… música.
Ella necesita música para respirar, letras para sentir, alas
para vivir.
Y así con la luz de la luna iluminándola, cerró los ojos
para recordar. Palabras que iban llenando poco a poco su mente, desbordadas
comenzaban a pasear por su interior y en
cuestión de minutos ya inundaban sus venas provocando que la temperatura de su
cuerpo se elevara sin pudor alguno.
Despacio desprendió el broche de su cabello dejándolo
respirar el aire nocturno que a su vez recibía el perfume que iba saliendo de
aquella larga cabellera. Cada vez más relajada comenzó a marcar con sus dedos y
pies el ritmo de la música, pero su cuerpo no se quedó inmóvil mucho tiempo
más, lentamente se integraba a la danza de los sentidos que apenas comenzaba.
Desabotonó su delgada blusa sin dejar de sentir la música,
hasta que cayó al suelo dejando al descubierto un sostén de seda blanca que
hacía resaltar de una forma especial esos hombros que parecían dibujados justo
para ser besados. Ahora el pantalón
ajustado a sus caderas sobraba en el cuadro que se pintaba para deleite de
ella, así que sin más lo fue bajando poco a poco, parecía como si la luna que
observaba atenta estuviera dando pinceladas de luz y sombras sobre cada curva que se iba mostrando segundo
a segundo en armonía perfecta con el frío, la música, el perfume y la
sensualidad de la noche.
Volvió a cerrar los ojos, bebió un poco de vino, lo paladeó
lenta, exquisitamente. Y sin pensar, rindiéndose a la orgía de sensaciones que
la embriagaba, comenzó a deslizar las yemas de los dedos por su cara, llegando
al cuello comenzaron los escalofríos, corrientes eléctricas recorrían su piel
bronceada mientras sus manos bajaban por
cada centímetro de esa textura de deliciosa suavidad que el paso de los años ha
respetado como si fuera inviolable, como si el mismo tiempo disfrutara de ella.
Así, fue delineando cada espacio de su
cuerpo, su cintura, su vientre, sus piernas… cada poro de ella que emanaba un
dulce placer. Las descargas no cesaban, los escalofríos daban paso a intensos suspiros
y entonces… la mente comenzó a jugar.
Sólo dos prendas quedaban aferradas a ella, sólo dos.
Desabrochó el sostén, sus caderas se deshicieron de la diminuta tanga, dio otro
sorbo a su copa de vino brindando con la imagen de él mirándola desnuda y con las
letras pegadas a la piel, comenzó a escribir.